jueves, 6 de marzo de 2014

Pintando en libertad

Cuando llegó al montículo se dejó caer en la tierra, exhausto; después de haber corrido sin parar durante un buen rato. Tumbado y bañado por la luz de una mañana primaveral, contemplaba las nubes que tranquilamente paseaban ante sus ojos. "Esa tiene la forma de un pájaro", pensaba el pequeño al que sus amigos llamaban Pulga y que le venía por su baja estatura al compararlo  con los niños de su edad y una piel oscura como el grano de café.

"Esa otra parece un caballo", sacaba de un cúmulo blanco. Inclinaba su cabeza a un lado y divisaba un caracol, después un coche y hasta un dragón. "Y esa tiene la cara de la señorita Loli". Era una masa redonda como el globo terráqueo que había en su clase, de la que sobresalía una pequeña prominencia afilada y fina, justo como la nariz de aquella profesora. Y es que a pesar de que no era guapa, si era bastante simpática; se portaba muy bien con él y con el resto de sus compañeros.



"Eres todo un artista, de mayor vas a ser un gran pintor", le decía cuando veía sus dibujos. Y es que al Pulga se le pasaban las horas volando mientras plasmaba todo el entorno que conocía en su libreta. Lápiz en mano, recreaba los macetones de la ventana, la furgoneta que aparcaba frente a su casa, la poza de agua plagada de moho donde apenas sobrevivían un par de peces o la fuente de los tres caños. Por eso cuando le encargaban hacer cualquier pintura, apenas le suponía uno más de sus entretenimientos diarios de las tardes, más que una obligación como podían ser para él los ejercicios de matemáticas o la lengua.  Pero el colegio no le gustaba. De hecho, nada más comenzar el primer día de clase se escapó y permaneció escondido en una finca de cañaverales cercana. Ya cuando empezó a tener hambre volvió a casa; con la consecuente reprimenda de su madre, que se había enterado de todo.

Estaba absorto mirando el cielo cuando escuchó un ruido detrás de su cabeza y se giró sobresaltado. Se encontró frente a un gato negro, que lo observaba fijamente con unos ojos verdes bien abiertos, mientras permanecía agazapado e inmóvil. Se había acercado por curiosidad a aquella persona y una vez que ésta se giró, se quedó quieto; como si lo hubieran congelado en aquel momento. El Pulga respiró aliviado. Lo primero que se le vino a la cabeza fue que el Carasapo lo había encontrado y que volvería a castigarlo severamente después de haberse escapado de nuevo.

El pequeño también se quedó inmóvil, para no asustar al animal; que poco a poco se fue acercando. Una vez a su lado, empezó a frotar su cabeza y el lomo contra su pierna, de forma juguetona, y él en respuesta lo acarició por detrás de las orejas. "Te voy a llamar Pantera", le dijo en voz baja y pareció mostrar su conformidad con ese nombre, colocándose entre sus rodillas como señal de aceptación.

Durante varios minutos estuvieron jugando. El Pulga agitaba ante la cara de Pantera una pequeña rama, y cuando la acercaba levantaba sus pequeñas zarpas para atraparla o cogía al animal para ponérselo encima de su cabeza, y empezaba a caminar entre sus hombros, bajando por sus brazos hasta volver de nuevo al suelo. Luego el niño se escondió entre unas rocas cercanas y el gato se acercó hasta el lugar, y tras encontrarle rozó su cabeza contra el pie; transmitiéndolo que lo había echado de menos durante aquel breve tiempo de su ausencia.

Cuando Pantera se cansó de aquel ajetreo, se quedo tumbado con las patas traseras al frente y la cabeza erguida, como si fuera una esfinge, alterando levemente la armonía de su quietud cuando lamía sus pequeñas uñas. El Pulga sacó de su bolsillo una hoja de papel y un carboncillo para empezar a pintarlo. A Chispa la descartaba como modelo para las tareas de dibujo del colegio, porque era una perra muy nerviosa. En aquella ocasión parecía que ambos habían llegado a un acuerdo tácito para un posado artístico.



Poco a poco en la hoja iban saliendo las pequeñas orejas picudas de Pantera coronando su redonda cabeza. Después los bigotes, los ojos rasgados y la nariz. Era una pena que no tuviera a mano sus colores, para poder retratar aquella mirada verdosa como la hierba. El Pulga estaba ensimismado en su tarea y a punto de terminar su obra, cuando levantó la vista para comprobar como Pantera se alejaba de él, y tras avanzar unos metros volvió a quedarse quieta; mirando hacia donde se encontraba. "Ey, ¿qué te pasa?, ven". El gato permanecía en su posición, sin hacer caso a su llamada. Empezó a emitir pequeños silbidos para que se acercara, pero nada.

En ese momento, notó un fuerte tirón de la oreja que parecía que se la iba a arrancar de su lugar, lo que le obligó a levantarse del suelo de inmediato.

"Mira, aquí estaba el señorito tan cómodo. Otra vez que te escapas, pero ahora el que te ha encontrado he sido yo". Sin duda, la inconfundible voz ronca del Carasapo , que empezó a presionar su lobulo llevándolo en el camino contrario que había tomado aquella mañana. Desde aquella posición tan incómoda al menos se ahorraba el verle su cara; de ojos saltones, una boca grande similar a un rape  y una cara de piel seca y verrugosa, lo que le hacía ganarse su referencia a dicho anfibio.

Apenas llevaba unos pocos meses en el pueblo y ya era conocido, no sólo por su repelente aspecto, sino también por su brusquedad y sus violentos modos. Algo que tenían que sufrir casi a diario el Pulga y sus compañeros. Recordó como una vez su amigo Óscar empezó a imitarlo, abriendo enormemente los ojos y usando los dedos índices para estirar su labios, mientras emitía sonidos similares al croar de una rana. Pero no se dio cuenta de que el Carasapo lo estaba escuchando, sorprendiéndole en medio de la actuación con una sonora bofetada que llegó a tirarlo al suelo. Desde aquel entonces, nadie se atrevió a imitarlo; ni siquiera a mencionar su mote en voz alta.

Durante un trayecto que se le hizo eterno, aquel muchacho no pronunció ni una sola palabra, sufriendo una lluvia de improperios de aquel individuo, que mantenía su gruesa mano fija en torno a su oreja mientras caminaba. "Claro, aquí el señorito no quiere cumplir con sus obligaciones como el resto de los niños; al granuja éste lo que le gusta es estar tumbado en medio del campo sin hacer nada, vamos haciendo el puto vago. ¡Un flojo y un inútil es lo que es! Y encima me ha tocado tener que buscarlo y darme toda esta caminata. ¡Que ya estoy hasta los huevos de ti! ¿Qué te crees, que no tengo otra cosa que hacer que estar detrás tuya, niñato de mierda? Pues que sepas que estás muy equivocado".

Cuando llegaron, los demás se encontraban dedicados a sus tareas y apenas les dirigieron la mirada; solamente algunos de refilón temiendo la severidad del Carasapo, que continuaba con su retahíla. "Ya estamos aquí, menos mal. Y como te vuelva a escapar te doy una paliza que no te reconocerán ni en tu casa, ¿me oyes imbécil?". "Apenas te escucho bien Carasapo, que casi me destrozas el oído, cabrón", pensó el Pulga, palabras que por supuesto no salieron de sus labios.

Con la violencia que le caracterizaba cogió un pico del suelo y se lo tiró con tal fuerza a los brazos de aquel menor, que impactó con contundencia en su pecho. Pero aún así, aquel chiquillo aguantó estoicamente para no soltar ni un solo gemido de dolor. "Y que no te vea moverte de aquí; que ya pensaré en un castigo. Y ahora  a trabajar". En aquellos largos días en los que el Pulga permanecía en la cantera con los otros niños, a pleno sol y rodeado de piedras; se acordaba de las clases, de los ejercicios de lengua y matemáticas que tanto le disgustaba hacer, de los dibujos que les encargaban así como la dulce voz de la señorita Loli admirando sus pequeñas obras. Se daba cuenta de que echaba mucho de menos los tiempos del colegio.

martes, 18 de febrero de 2014

Otro cumpleaños


Miró el calendario nada más entrar en la cocina. Un círculo negro hecho con un bolígrafo rodeaba el 23 de diciembre, que precisamente era hoy. Su cumpleaños. Por supuesto no le hizo falta mirar la fecha para acordarse, aunque para los demás era un día que solía olvidarse a la hora de felicitarlo; más preocupados por las compras para la cena de Navidad o pensando en los regalos de los más pequeños.

Tras echarse el zumo de naranja, se sentó junto a una pequeña mesa pegada a la nevera. Entonces Manuel desplazó su mirada hacia el reloj de la pared, que señalaba las 11:43. En ese momento rememoró la última vez que lo visitaron: "¿Cuándo fue eso? Hará más de dos meses", pensó. Cuando se marcharon le dijeron que no tardarían mucho tiempo en volver a verle, y le concretaron que vendrían el 23 de diciembre a las doce de la mañana. El día de su cumpleaños.




No tenía mucha hambre. Tras beberse el zumo, dejó el vaso en el fregadero y salió de la cocina. Desde la pequeña ventana del salón contempló la calle. El barrio donde vivía era bastante tranquilo y hoy era un día lluvioso. No se veía a nadie en la calle, sólo atisbaba un coche de policía a lo lejos. Buscó sus gafas para así apreciar mejor la escena. Nunca se acordaba del lugar donde las dejaba, abrió un par de cajones del mueble y removió un poco en ellos hasta que se dio cuenta de que las tenía en el bolsillo de su camisa. Cuando se las puso, se encontró con una foto entre los papeles que había desordenado durante la búsqueda. En ella estaban Rita y él, junto con Lara y Bruno. Era una foto de hace bastante tiempo, Lara tendría entonces cuatro años. Bruno unos tres o cuatro meses, y Rita lo sostenía en sus brazos. Una pequeña sonrisa asomó en su cara, mientras contemplaba aquella imagen.

Observó el gran reloj del salón, que marcaba con solemnidad las 11:52 minutos. En ese momento pegaron a la puerta. Dejó la foto en su lugar y se acercó a abrir. Era su vecina, Lucía.

- Manuel, ¿cómo estás?
- Pues nada, aquí que acababa de desayunar y estaba esperando...
En ese momento, Lucía abrió mucho los ojos, y se llevó la mano a la frente, como si un pensamiento veloz pasara por su mente.
- ¡Hoy es tu cumpleaños! Manuel, felicidades. ¡Qué cabeza tengo, mira que no darme cuenta! Pero es que con lo de Antonio, ni me he acordado. Vaya ahora iba a verlo al hospital
- No pasa nada, ¿cómo sigue?
- Bien, parece que va mejorando. Pues eso, que iba ahora a verlo - le miró con cara de preocupación - La verdad que no he estado pensado en estos días mucho en celebraciones, ni siquiera para mañana, la verdad. Tampoco estarás tú para muchas.
- Bueno, no pasa nada.
- Venía para ver cómo estabas y por si te hacía falta alguna cosa, ¿estás bien?
- No te preocupes, estoy bien.
- Me gustaría quedarme, ¿a qué hora vienen? ¿era hoy cuando llegaban, no?
- Sí, estarán aquí en unos minutos, me dijeron que vendrían a las doce.
- Me gustaría quedarme - repitió -, pero ...
- No pasa nada, tu marido es lo primero, así que ve al hospital. Y dale a Antonio un abrazo de mi parte y le dices que tenemos una partida pendiente.
- Vale, se lo diré.

Se despidieron y Lucía bajó la escaleras para salir al portal. Aquel matrimonio había hecho muy buenas migas con Rita y él, y de hecho cuando su esposa murió se volcaron bastante. Ambos se preocuparon mucho, y de vez en cuando le visitaban para que no estuviera solo. Algunas veces también venía el hijo de aquella pareja, Daniel, cuando éste aprovechaba para visitar a sus padres. Nada más llegar, saludaba a Manuel "Vecino, ¿cómo está?". Era educado y bastante cariñoso.

Realmente y tal como había dicho Lucía, no tenía muchos ánimos para fiestas. De hecho en la casa no había ningún adorno que recordara aquellas fechas, Manuel no estaba de mucho humor para decoraciones. Rita era la que se encargaba de coordinar todos esos preparativos, como el montar el árbol de Navidad,  el belén en una mesa del salón o hacer los rosquillos. Recordó cómo una vez Lara se metió en la boca una pequeña bola roja que colgaba del árbol. Tendría cerca de dos años cuando ocurrió aquello, porque Bruno aún no había nacido. Estuvo a punto de atragantarse, aunque afortunadamente todo se quedó en un susto.



A ella le encantaba la Navidad. Pensaba que era una ocasión obligada para que la familia se reuniera y estar algunos días juntos. Y así lo hacían en la casa de los padres de Rita, junto con sus hermanas, que lo celebraban acompañadas de sus maridos. Tampoco faltaban los críos, que correteaban ilusionados por la casa con sus juguetes mientras ellos cantaban algunos villancicos y armaban escándalo con la botella de anís. Aquellos habían sido unos buenos años, pensó Manuel, con escenas muy similares a las que se ven en los anuncios del turrón de turno en la televisión. A menudo,  Rita decía que aquellas fechas eran idóneas para que los hijos las pasaran con sus padres. "Nos fuimos de su casa tras independizarnos, y los vemos con menos frecuencia. Al menos hay que aprovechar en Navidad para reunirnos todos".

Le gustaban mucho los niños, aunque curiosamente siempre decía que tendría solamente uno, para así dedicarle todo el tiempo posible; y más teniendo en cuenta que ella creció en una familia numerosa y que mantenía una buena relación con sus hermanas. "Así nos volcaremos más con él. O con ella". Así pensaba Rita, aunque después la realidad fue otra.

De repente, en el salón sonó el agudo timbre del portal de entrada al edificio, y Manuel que no se lo esperaba casi pega un salto de la silla. El perro se despertó de forma brusca, se levantó de la desgastada cuna para acercarse a la puerta y empezó a ladrar. Estaba un poco sordo, lo que también se agravaba con el peso de una edad ya bastante avanzada, y aquel ruido debía ponerlo nervioso. De hecho cuando su vecina estuvo hace pocos minutos hablando con él, siguió durmiendo, casi sin enterarse de que en aquellos momentos otra persona rompía la soledad de aquellos dos seres.

- Sshhh, ¡Venga, vete! - le increpaba Manuel mientras presionaba el botón para que entraran al bloque. Eran las 12:05 minutos, según marcaba el reloj del salón. Habían acudido casi con puntualidad, por lo que parecía que no tuvieron problemas para llegar; tal como les pasó en la anterior ocasión que fueron a verle.

Era una pena que no hubieran tenido hijos. Durante unas semanas Rita estuvo triste tras confirmarle los médicos aquella dura noticia, encerrada en la casa y sin ganas ver prácticamente a nadie. Pero ante todo era una persona muy optimista y de un carácter fuerte, dos cualidades que él admiraba mucho. "Nos tenemos el uno al otro y estamos bien. Eso es lo importante", le dijo una vez que se recuperó de aquellos días. Juntos vivieron años muy felices, hasta que la muerte acabó llevándosela finalmente de su lado.

Pegaron a la puerta, y el perro volvió a ladrar.
- ¡Bruno, no seas pesado! - le increpó - ¡Venga, vete al cuarto! - Obediente hizo caso a las palabras de su dueño, y Manuel lo encerró para evitar que molestara a la visita. Lara era una perra más tranquila. Hasta cuando falleció lo hizo sin el menor ruido; encontrándosela aquella mañana como si siguiera dormida en su cuna.

Abrió la puerta y ante él se encontró a una mujer muy bien vestida, con traje de chaqueta, acompañada por un par de agentes de la Guardia Civil.
- Buenas tardes, Manuel Moisés García Peláez, ¿es usted? - dijo con voz seria y clara mientras abría una carpeta entre en sus manos, que contenía varios folios en su interior.


De nuevo, al igual que hace más de dos meses, recordó la sensación de escuchar su nombre completo, con los apellidos. Le parecía tan grandilocuente como extraño; sobre todo por el 'Moisés' que constaba en su documento de identidad y que había relegado casi en el olvido. Tan extraño como el momento en el que le dijeron, en aquella ocasión, que aplazaban la orden de lanzamiento hasta el día 23 de diciembre. "Lanzamiento", recordó aquella palabra frente a la secretaria judicial. "¡Vaya forma tiene esta gente de llamar a un desahucio!".